Dolarización vive

OPINIÓN

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Foto: Ervins Strauhmanis

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Emilio Ocampo dice que la dolarización no ha sido descalificada por una mayoría de los economistas, de hecho hay una larga tradición del pensamiento económico que se ha opuesto al nacionalismo monetario.

Leyendo lo que escriben algunos economistas argentinos y repiten ciertos medios, un lector desprevenido podría llevarse la impresión de que la dolarización ha sido descalificada por una mayoría de la profesión.

Nada más lejos de la verdad. Se puede estar a favor o en contra de la dolarización. Como en muchos otras cuestiones, hay economistas respetables y distinguidos en ambos lados del debate.

Una larga tradición en el pensamiento económico que se remonta a John Stuart Mill, Juan Bautista Alberdi y William Stanley Jevons en el siglo XIX y a Friedrich A. Hayek en el siglo XX ha cuestionado el nacionalismo monetario. A principios de los años setenta, dos premios Nobel, Milton Friedman y Robert Mundell, enarbolaron la bandera de la dolarización. En 1973 Friedman la recomendó específicamente para la Argentina en un testimonio al Congreso norteamericano, y, Mundell, a quien se considera el padre intelectual del euro, asesoró al gobierno de Panamá luego de que Nixon declarara la inconvertibilidad del dólar a oro. Desde entonces la lista de académicos reconocidos que la han propuesto para países con inflación alta y endémica incluye a Alberto Alesina, Robert Barro, Guillermo Calvo, John Cochrane, Tyler Cowen, Rudiger Dornbusch, Steve Hanke, Steven Kamin, David Malpass, Carmen Reinhart, Kurt Schuler, George Selgin, Larry Summers, Scott Sumner, François Velde, Marcelo Veracierto, y Larry White, entre otros.

Habría que agregar que los economistas Alfredo Arízaga, Carlos Julio Emanuel y Manuel Hinds, que como ministros de economía llevaron adelante la dolarización en sus países (los dos primeros en Ecuador y el último en El Salvador), también la recomiendan para la Argentina. Los economistas ecuatorianos Alberto Acosta, Alberto Dahik, Marco Naranjo Chiriboga, Pablo Lucio Paredes y Francisco Zalles en el último año han opinado públicamente de la misma manera (muchos otros lo han hecho en privado).

En la Argentina, la lista de economistas que en algún momento en las últimas cuatro décadas han propuesto la dolarización como solución al problema de la inflación incluye a Ricardo Arriazu, Jorge Ávila, Enrique Blasco Garma, Alberto Benegas Lynch (h), Roberto Cachanosky, Nicolás Cachanosky, Iván Carrino, Gerardo Della Paolera, Alejandro M. Estrada, Agustín Etchebarne Bullrich, Pablo Guidotti, Javier Milei, Agustín Monteverde, Pedro Pou, Adrián Ravier, Alfredo Romano y Gabriel Rubinstein, entre otros (aclaro que hoy no todos están a favor de una dolarización).

En algunos casos, la oposición de algunos economistas argentinos a la dolarización excede un análisis racional y pasa a un plano casi emocional. Con notables y loables excepciones, la chicana y la tergiversación priman sobre el análisis objetivo y racional.

En el plano teórico el debate sobre la dolarización se puede resumir como un trade-off entre los costos y beneficios de la credibilidad versus la flexibilidad de la política económica. Por el lado de los costos, la dolarización implica la pérdida de: 1) ingresos por señoreaje; 2) un banco central que pueda actuar de prestamista de último instancia, y, 3) la política cambiaria como amortiguadora de shocks externos. Los beneficios incluyen: 1) una tasa de inflación baja de manera permanente, 2) menores costos de transacción; 3) eliminación del riesgo de devaluación, que reduce las tasas de interés internas y el costo de capital de las empresas; 4) una prima de riesgo país potencialmente más baja, 5) un entorno más favorable para la inversión y el crecimiento gracias a la estabilidad de precios, 6) eliminación del descalce cambiario en el sector público y el sistema financiero, y 6) menor riesgo de refinanciación (roll-over) de la deuda pública.

De manera simplificada, si los gobernantes de un país demuestran de manera consistente a lo largo del tiempo que con un régimen de política flexible y discrecional no logran generar credibilidad, y, por ende, tampoco estabilidad, entonces, para alcanzar este último objetivo no queda otro camino que la dolarización. La flexibilidad es un lujo que sólo se pueden dar los países creíbles. Es decir, aquellos que consistentemente han adoptado políticas sensatas. Teniendo en cuenta que: a) con estabilidad de precios el señoreaje a lo sumo puede representar 1-1,5% del PBI y hay manera de recuperarlo parcialmente, b) hace años que no tenemos ni un banco central independiente ni un verdadero prestamista de última instancia, c) la política cambiaria en vez de estabilizar la economía tiende a desestabilizarla, y d) el costo del endeudamiento del sector público a largo plazo es prohibitivo, una dolarización no parece una opción costosa.

Hay quienes se oponen a la dolarización porque la asocian con la Convertibilidad, cuyo final traumático quedó grabado en la memoria colectiva de los argentinos. Se trata de regímenes parecidos pero esencialmente distintos. A Duhalde y Alfonsín les costó muy poco revertir la Convertibilidad, mientras que Rafael Correa, habiendo sufrido la crisis de 2008, un default soberano y un terremoto, nunca pudo revertir la dolarización porque el dólar era más popular que él. La inconsistencia de la política fiscal con un régimen de tipo de cambio fijo no explica por si sola el fin de la Convertibilidad. Fue una combinación de factores, en los que la política doméstica jugó un papel decisivo. Además, hay que recalcar que la Convertibilidad empezó en un momento en el que el dólar tocaba su punto más bajo en quince años mientras que hoy está en el punto más alto de los últimos cincuenta (y casi 40% por encima del valor que tenía en marzo de 1991). (El Cato).

Un análisis crítico de la historia argentina sugiere que apoyar un régimen flexible y discrecional requiere grandes dosis de optimismo (¿voluntarismo?). Básicamente, implica creer que esta vez será diferente.

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