OPINIÓN

Por Antonio Calabrese, abogado constitucionalista, historiador, político. Columnista de lacity.com.ar
Todos sabemos que la verdad no es absoluta, que lo que para uno es verdadero puede no serlo para otro, o que lo que hoy se tiene por verdad mañana puede considerarse lo contrario.
No obstante, ello, puede existir un consenso generalizado sobre la verdad que se da cuando la mayoría de la sociedad considera a una cuestión de la misma manera.
En este último caso, a fin de protegerse, o beneficiarse de ella, elabora un orden a través de sus instituciones que se obliga a cumplir y hacer cumplir.
Un orden, que todos deben obedecer por igual, estén o no de acuerdo, al menos hasta que cambie por los métodos o las formas prescriptas cuando cambie el concepto de la mayoría al respecto.
Cuando no se cumple ese orden y cualquiera hace lo que quiere, o los grupos minoritarios se imponen sobre la mayoría, tenemos el caos, el desorden, con el que ninguna sociedad puede sobrevivir.
Es decir que es imprescindible para cualquier colectivo social saber cual es su verdad mayoritaria y luego como debe hacer para cumplirla y como evitar sus desviaciones.
Algunos lo llaman proyecto.
Sin proyecto común, sin una idea general, sin compartir mayoritariamente un concepto, una verdad, no hay salida ni solución posible.
En la Argentina, lamentablemente, a pesar de esa caracterización tan simple, no hay proyecto, no hay verdades mayoritariamente aceptadas, no hay un orden que las proteja, en consecuencia, tras algunas máximas trasnochadas, que se transformaron en reglas no escritas, que han hecho y hacen mas daño que progreso, como aquella que sostiene que no se reprime la protesta cualquiera sea su legitimidad, esta puede vulnerar los derechos de terceros en forma impune de manera permanente.
Nadie personalmente y ninguna agrupación o movimiento, anuncia un proyecto de esta naturaleza, omnicomprensivo, general, abarcativo, sin embargo, se buscan en forma desesperada candidatos o se ofrecen otros de la misma manera ante la proximidad electoral.
El candidato oficial que ya se lanzó a la reelección, se solaza con la división opositora, que no puede sortear a algún candidato más o menos repudiado, que no ofrece garantías de éxito y es un pasaporte a un pasado ominoso y la legión de reemplazantes que se ofrece, que esconde a más de un aventurero, no puede mover el amperímetro que mide las encuestas.
Luego suponiendo que lo consiga, ocurrirá lo mismo de siempre, el proyecto es el candidato. Se personaliza. Lo que dice el candidato, lo que quiere el candidato, lo que sueña el candidato, es lo que dice, lo que quieren, lo que sueñan, sus partidarios y lo que es peor, se imponen a la nación, si es que triunfa.
Esto es la autocracia, el fin de la democracia, y necesariamente degenera en el sometimiento de las instituciones, algo que ya hemos vivido.
El legislativo se transforma en una escribanía del ejecutivo y el poder judicial complaciente paraliza todo control y la corrupción se lleva puesto, en la caída, en el derrumbe moral, a todo el pueblo.
Estamos a punto, en la Argentina del 2019, de tropezar con la misma piedra.
Exijamos desde todos los foros, desarrollar esos objetivos comunes y elijamos primero, entre sus diferencias, la que más nos conviene, y después recién pensemos en quién es el más indicado para llevarlo a cabo.